martes, 4 de noviembre de 2008

VACACIONES EN EL METRO

Hoy es uno de esos días que me desbordo de alegría. Después de haber trabajado sin descanso durante los últimos veinte años en empleos tan sofisticados como picapedrero, reventador de minas, o cantero, soportando con el valor que se le supone a un hombre de condiciones físicas muy limitadas temperaturas de cuarenta y cinco grados a la sombra, en verano, o de treinta bajo cero, en invierno... bien merezco las cinco horas de vacaciones que han tenido a bien de concederme.

Y eso lo he conseguido gracias al acuerdo al que tuve que llegar la noche pasada con el patrón: si conseguía descargar en siete minutos las ciento veinte piedras de mil kilos de peso cada una del camión blindado que tenía que forzar previamente con la mano izquierda -yo, que soy diestro y que perdí una pierna reventando una mina- tendría cinco horas y media de vacaciones. Si lo hacía en siete minutos y medio conseguiría solamente cinco horas. A pesar de faltar una milésima de segundo para los siete minutos, el patrón demostró su generosidad y me concedió el segundo premio.

¿Cómo disfrutar de tan injustas vacaciones?, me preguntaba, yo que no había pedido nada a nadie en mi vida, ni siquiera un aumento de sueldo, cuando hubo años que no cobraba un duro, y otros, que por sostener ochenta barras de hormigón por segundo durante nueve horas consecutivas llegué a tener que poner dinero de mi bolsillo.

Tardé cuatro horas y media en decidirme, pero al final de una tremenda lucha conmigo mismo en la que llegué a perder una mano de un golpe que le dí a una puerta de acero decidí realizar las vacaciones en el Metro.

Tenía sólo media hora para olvidarme del trabajo. Y había que aprovecharla al máximo porque cada segundo que pasara tardaría mucho tiempo en recuperarlo, tal vez otros veinte años.

Dando saltos, ya que disponía de una sola pierna y no tenía muletas, conseguí descender en diez minutos las ciento cuarenta escaleras mecánicas que se escondían en aquel pozo llamado metro, algunas de ellas -más de la mitad- sólo funcionaban desde abajo hacia arriba, con lo cual tuve que bajar cerca de ochocientos escalones a una sola pata, aunque preferí rodar en muchos de ellos. Gracias a esto estuve a punto de perder la otra pierna, pero me conformé con extraviar el zapato de piel de cocodrilo que había comprado esa misma mañana y que me había costado quinientas cincuenta mil pesetas, todos mis ahorros.

Cuando, por fin, alcancé la superficie iba a disfrutar de una nueva alegría y mis ojos, cansados y doloridos por no haberse podido cerrar durante veinte años, lo contemplarían: un pasillo de ochenta y cinco kilómetros, que había de recorrer para llegar a lo que presumiblemente debía ser el metro. En el pasillo invertí otros diez minutos y eso fue debido a que tuve la suerte de encontrarme a “Toni, mano acorazada”, de ciento cincuenta kilos de peso, que consiguió satisfacer uno de mis más ansiados caprichos: que de un simple puñetazo me enviara al sitio más deseado. En este caso, no disponía de mucho tiempo para pensar en otro mejor.

Al llegar al final del pasillo, con la cabeza desencajada, una nueva aventura iba a tener: treinta y ocho chicos armados con cadenas, palos de béisbol, espadas, pistolas, y algún que otro bazooka estaban esperándome con alborozo. Si conseguía superar esa prueba podría, al fin, subir en el metro.

Trabajo me costó, pero al final perdí la vida. Mi cadáver, mis trozos de cadáver, esparcidos por la esquina de aquel túnel eterno, se depositaron en el último vagón; y en señal de duelo se guardó un minuto de silencio, justo el minuto que me faltaba para volver al trabajo.

No hay comentarios: